A Álvaro Fernández de Lirio le ha sorprendido una furiosa tormenta mientras estaba en el jardín de su mansión. Era de noche. Podrían ser las tres de la mañana. A juzgar por la temperatura que marcaba el barómetro, eran sólo tres grados pero la sensación de frío era mayor porque soplaba un viento gélido. Sin embargo él no acusaba ningún malestar. Se sentía flotar. Como si el peso de su cuerpo fuese el de una pluma y, además, podía desplazarse sin dificultades, sin realizar ningún esfuerzo.
Tengo una sensación de gozo, de bienestar. Creo que es la ausencia de peso, de volumen porque me muevo sin chocar contra los objetos y, además, también puedo introducirme a través de las cerraduras; salir de las cajas herméticamente cerradas. Es una libertad extraña, imponente y grandiosa: ni en mis más calenturientas especulaciones, llegué nunca a imaginar una situación como la que estoy viviendo en este momento. ¡Y pensar que me asustaba tanto llegar a esta situación!
Le parecía extraño ver a su mujer completamente vestida de negro y sin maquillar. Ella odiaba ese color y ¿por qué lo hacía a estas alturas cuando ya ni las más retrogradas sustentaban este comportamiento?
Tiene un rostro muy serio, y mirándola con atención, parece como, si en algún momento, hubiera llorado presa de un profundo dolor. Me sorprende. Habría jurado que la noticia de mi muerte le había producido como… un cierto alivio. Ayer no hablaba con nadie, pero su semblante reflejaba una profunda paz. ¿A qué vendrán ahora estas lágrimas? Sus reacciones siguen siendo un misterio para mí aunque, ahora, ya no me preocupan. No deja de ser curioso comprender lo fácil que me resulta saber qué piensa mi amigo Juan, mi familia, y ¡hasta mi jefe! Sin embargo, esta mujer continúa sumiéndome en la perplejidad.
¡Caramba! ¡Bonita caja! Fuerte: de buena madera, barnizada y forrada por dentro; por añadidura, lacada en negro. En ella, me llevará más tiempo pudrirme. Quizá mi cuerpo no se corrompa. No, no, pero quita, quita, no vayan a hacer conmigo lo que con Santa Teresa y termine por no saber a dónde han ido a parar mis huesos.
Ha debido de costar un dineral este empingorotado entierro. ¡Seis candelabros, ocho coronas con claveles blancos y un montón de floripondios y cintas!
¡Qué despilfarro, querida, pensar que te gastas, tan fresca, el dinero que tanto trabajo me ha costado ahorrar! Ya sé que ahora no me vale para nada pero, de todos modos, me irrita profundamente toda esta parafernalia montada para quedar bien con tus conocidos y supongo que, aún, con mi familia.
Sé que estáis conspirando pero no puedo oír: aunque lo más extraño es que adivino lo que pensáis, y lo que vosotros estáis diciendo, que no es exactamente lo mismo.
Ahora va a sonar mi móvil. Efectivamente, se oye su insistente llamada dentro de mi ataúd. Todos se miran desconcertados. Parecen asustados. Laura reacciona, recuerda las instrucciones de que debía acompañarme, encendido, por si no estuviera realmente muerto y me despertara cuando ya me hubieran enterrado. Esta obsesión me ha acompañado toda la vida. Así es que tomé buen cuidado de que se cumpliera mi última voluntad.
Hasta tal extremo llegó mi angustia que contraté los servicios de una mujer que debería llamarme todos los días con el encargo de que aunque alguien contestara diciendo que había muerto, tendría que realizar, las llamadas diarias concertadas hasta que se cumpliera el plazo por el que cobraba puntualmente, todos los meses, por adelantado.
¡Caramba qué caras de espanto!
Es una liberación haber abandonado ese cuerpo que me sometía, especialmente en los últimos años, a tantos dolores y sufrimientos. ¡Cuántas veces he soñado que me enterraban pero que, realmente, no estaba muerto! Me veía, en la aterradora oscuridad de mi féretro, aullando de dolor y de miedo ante la perspectiva de una muerte, por fin, cierta y mucho más espantosa y cruel que cualquiera de las circunstancias por las que había pasado.
Laura que se mostraba comprensiva al principio de nuestro matrimonio, terminó por imponerme unas sesiones con cierto sicólogo del que yo siempre me sentí celoso a causa de la manera en que ella aceptaba todas sus estúpidas opiniones. Tres años de terapia: una ruina económica que se tragó el presupuesto de nuestras vacaciones y lo único que conseguí fue atesorar manías y apechar con supersticiones en las que antes jamás había reparado.
Al cabo de tres años, había logrado convertirme en un perfecto maniático. Mi vida se llenó de rituales. Por ejemplo: no podía derramar el champú en el cuarto de baño, -ni siquiera una gota- porque aquello me aseguraba que aquel día resbalaría al entrar en el despacho del director general, y sin lograr enderezarme, iría a estrellarme contra la secretaria que siempre permanecía de pie, en espera de las últimas instrucciones. Cuando se repitió este accidente por tercera vez, la secretaria corrió despavorida a esconderse debajo de la mesa del director, sin pararse a considerar lo mal que le olía allí debajo. A causa de mis violentos choques contra ella, lucía más de un hematoma en su brazo derecho. Ni que decir tiene que, tras el tercer tropiezo, al no estar la secretaria como barrera que lo impidiera, fui lanzado, como una catapulta, contra la librería y esta vez acabé con un brazo en cabestrillo y un montón de chichones pues el golpe fue tan violento que me cayeron, de canto, encima de la cabeza varios tomos de la enciclopedia ilustrada “El mundo de los animales”.
Las consecuencias no se hicieron esperar. El director tomó, para evitar la repetición de mis resbalones, la decisión de enmoquetar su despacho y de nombrarme director general de archivos y biblioteca de la empresa, a fin de asegurarse el alejamiento de mi persona. Yo, también, finalmente, decidí desterrar de nuestro cuarto de aseo el champú, geles y cuantas sales y jabones de baño se hayan podido inventar.
Al tiempo que mis precauciones florecían por doquier, mi vida iba convirtiéndose en un sobresalto continuo y mi querido psicólogo, ante la evidencia de su fracaso, terminó por aconsejarme la visita a un siquiatra que pudiera ayudarme a superar las continuas angustias en las que me hallaba sumido.
A partir de ahí, mi vida fue un infierno pues el colmo de mis males llegó con esta última iniciativa. Bajo los efectos del Trankimazin que debería servir para tranquilizar como su nombre quiere indicar, y del Orfidal para dormir, me pasaba todo el día somnoliento. Tuve que dejar de conducir y me quedaba dormido en cualquier parte menos en la cama. Como en tales circunstancias era muy difícil que funcionara el archivo, pues yo mezclaba los documentos correspondientes a varios clientes y los guardaba en otro sitio que no tenía nada que ver con ninguno de los expedientes, es decir, los hacía ilocalizables, entró a trabajar, a mis órdenes, Celia una pontevedresa muy simpática y persuasiva que, puesta al tanto de mis problemas, tomó la sabia decisión de decirme que ella tenía la solución idónea. Dijo, con una amable sonrisa y mirándome abierta y sinceramente a los ojos:
--Se ha inventado el móvil para algo.
¡ Dios se había apiadado, finalmente, de mis terrores! Desembarazado, al fin, del psicólogo y del siquiatra pude volver a centrarme en el trabajo y a conseguir unos buenos ahorros. Celia: trabajadora eficaz y alegre, fue enseguida propuesta -y aceptado de buen grado por la dirección-, para un reconocimiento en su categoría laboral, pasó de auxiliar a oficial de 1ª, con el correspondiente aumento de sueldo. Por cierto, no la he visto en el velatorio…
Alcalá de Henares, 19 de abril de 2009
Texto e imágenes de Franziska