A Álvaro Fernández de Lirio le ha sorprendido una furiosa tormenta
mientras estaba en el jardín. Era de
noche. A juzgar por la temperatura que
marcaba el barómetro, eran sólo tres grados pero la sensación de frío era mayor
porque soplaba un viento gélido. Sin
embargo él no acusaba ningún malestar.
Se sentía flotar.
Le parecía extraño ver a su mujer vestida de negro y sin
maquillar. Tiene un rostro muy serio, y
mirándola con atención, parece como, si en algún momento, hubiera llorado Me sorprende.
Habría jurado que mi marcha le había producido como… un cierto alivio.
Ayer no hablaba con nadie, pero su semblante reflejaba una profunda paz. ¿A qué vendrán ahora estas lágrimas?
¡Caramba! ¡Bonita caja!
Fuerte: de buena madera, barnizada y forrada por dentro; por añadidura,
lacada en negro. Ha debido de
costar un dineral este empingorotado
entierro. ¡Seis candelabros, ocho
coronas con claveles blancos y un montón de floripondios y cintas! ¡Qué
despilfarro, querida, pensar que te gastas, tan fresca, el dinero que tanto
trabajo me ha costado ahorrar! Me irrita
toda esta parafernalia montada para quedar bien con tus conocidos y supongo
que, aún, con mi familia.
Ahora va a sonar mi móvil.
Efectivamente, se oye su insistente llamada dentro de mi ataúd. Todos se miran desconcertados. Parecen asustados. Laura reacciona, recuerda las instrucciones
de que debía permanecer a mi lado, encendido. Esta obsesión me ha acompañado
toda la vida. Así es que tomé buen
cuidado de que se cumpliera mi última voluntad.
¡Cuántas veces he soñado
que me enterraban pero que, realmente, no estaba muerto! Me veía, en la aterradora oscuridad de mi
féretro, aullando de dolor y de miedo ante la perspectiva de una muerte, por
fin, cierta y mucho más espantosa y cruel que cualquiera de las circunstancias
por las que había pasado.
Laura que se mostraba comprensiva al principio de nuestro
matrimonio, terminó por imponerme unas
sesiones con cierto sicólogo del que yo siempre me sentí celoso a causa de la manera
en que ella aceptaba todas sus estúpidas opiniones. Tres años de terapia: una ruina económica y lo único que conseguí fue atesorar rarezas Al cabo de tres años, había logrado
convertirme en un perfecto maniático. Mi
vida se llenó de rituales. Por
ejemplo: no podía derramar el champú en
el cuarto de baño, -ni siquiera una gota- porque aquello me aseguraba que aquel
día resbalaría al entrar en el despacho del director general, y sin lograr
enderezarme, iría a estrellarme contra la secretaria que siempre permanecía de
pie, en espera de las últimas instrucciones.
Cuando se repitió este accidente por tercera vez, la secretaria corrió despavorida a esconderse
debajo de la mesa del director. Al no
estar la secretaria como barrera que lo impidiera, fui lanzado, como una
catapulta, contra la librería y esta vez acabé con un brazo en cabestrillo y un
montón de chichones pues el golpe fue tan violento que me cayeron, de canto, encima de la cabeza varios tomos de la
enciclopedia ilustrada “El mundo de los
animales”.
Las consecuencias no se hicieron esperar. El director tomó la decisión de enmoquetar su despacho y de
nombrarme director general de archivos y biblioteca de la empresa. El trabajo no podía ser más rutinario y modesto porque, además, era el jefe de mi mismo. Al tiempo que mis precauciones florecían por
doquier, mi vida iba convirtiéndose en un sobresalto continuo y mi querido
psicólogo, ante la evidencia de su fracaso,
terminó por aconsejarme la visita a un siquiatra que pudiera ayudarme a
superar las continuas angustias en las que me hallaba sumido. A partir de ahí,
mi vida fue un infierno pues el colmo de mis males llegó con esta última
iniciativa. Bajo los efectos del
Trankimazin que debería servir para tranquilizar como su nombre quiere indicar,
y del Orfidal para dormir, me pasaba todo el día somnoliento. Tuve que dejar de conducir y me quedaba
dormido en cualquier parte menos en la cama.
Como en tales circunstancias era muy difícil que funcionara el archivo,
pues yo mezclaba los documentos correspondientes a varios clientes y los guardaba
en otro sitio que no tenía nada que ver con ninguno de los expedientes, es
decir, los hacía ilocalizables, entró a trabajar, a mis órdenes, Celia una
pontevedresa muy simpática y persuasiva que, puesta al tanto de mis problemas,
tomó la sabia decisión de decirme que ella tenía la solución idónea. Dijo, con una amable sonrisa y mirándome
abierta y sinceramente a los ojos:
--Se ha inventado el móvil para algo.
¡Dios se había apiadado, finalmente, de mis terrores! Desembarazado, al fin, del psicólogo y del siquiatra pude
volver a centrarme en el trabajo y a conseguir unos buenos ahorros. Celia: trabajadora eficaz y alegre, fue
enseguida propuesta -y aceptado de buen grado por la dirección-, para un
reconocimiento en su categoría laboral, pasó de auxiliar a oficial de 1ª, con el correspondiente aumento de
sueldo. Por cierto, no la he visto en el tanatorio…
Alcalá de Henares, 21 de febrero de 2017
Texto y fotografías realizados por Franziska para
LA TORTUGA DE DOS CABEZAS
Este cuento fue escrito en el mes de noviembre del 2006, bajo el seudónimo de Raitán.