Al principio parecía algo que sólo les pasaba a otros. Luego, creíamos de buena fe que jamás llegaríamos porque nos moriríamos antes. Sin embargo, se asienta, da fe con cada arruga de expresión en el rostro, aparecen las canas y hace tiempo que los hijos han crecido y se han ido de casa para fundar un nuevo hogar o para defender su independencia. La realidad es un hecho difícil de discutir. Como el cambio es lento da tiempo a la aceptación y, después, al descubrimiento de que es, simplemente, otra etapa que si se sabe entender y aceptar presenta múltiples ventajas.
La primera consecuencia lógica es que ya no es igual tu agudeza visual aunque mantengas una vista activa. Sin padecer una sordera, tampoco el oído es aquel órgano receptor de los sonidos más delicados y sutiles. Aparece también una disminución en la capacidad de captar y recordar nuevos sonidos musicales. La memoria, aún funcionando con normalidad, juega alguna mala pasada. Sucede, pues, que hemos gastado ya una parte del capital que nos fue entregado al nacer y que fue desarrollándose en los primeros años. Antes éramos incansables, después empezamos a tener que moderar nuestras actividades físicas. Y así podríamos seguir…
Pero lo fundamental es aceptar nuestra realidad. Después, descubriremos que aunque la juventud fue algo muy bueno tampoco fue una etapa tan perfecta porque estábamos atados a muchas responsabilidades y ello implicaba muchas renuncias. Esas ligaduras que impedían la realización de nuestros sueños por fin caen y quedamos libres. Y confirmamos lo que hemos pensado siempre: la vida puede ser una fuente inagotable de satisfacciones. Eso sí, lo primero que tenemos que derrotar es al enemigo del qué dirán mis hijos, mis yernos, mis vecinos, mis amigos. Es el momento del paseo placentero, de los viajes, de aprender aquello que siempre nos ilusionó o de hacerlo ahora; además, con la ventaja de que no nos va angustiar el resultado. De poner en movimiento todo lo que nos apetezca: cantar, bailar, escribir, pintar, caminar, hacer senderismo, jugar al parchís, a las cartas o a la petanca. Cultivar nuevas amistades, participar de actividades humanitarias y de un sinfín de posibilidades. Y todo por el puro placer de hacerlo y sin luchar por el dinero. A mí me parece una situación fantástica. Claro que yo soy una mujer muy afortunada porque vivo en un país en que tenemos libertades y derechos, amén de un montón de opciones.
Además, los abuelos y abuelas, tenemos una función social impagable: con nuestra presencia ponemos de relieve el esplendor de la juventud. Si no fuera por la comparación con los viejos, los jóvenes comparados con los niños, se verían en una posición de vejez anticipada y de juventud poco valorada. De ahí mi eslogan machacón e insistente de: “Ponga una abuela en su vida”. Me explicaré. Si al levantarte te encuentras con la abuela en el pasillo, al mirarte en el espejo del cuarto de baño, te encontrarás con que tu piel es más tersa, tus ojos más brillantes, tu mente más despierta, tus movimientos son más ágiles. En resumidas cuentas, que estás preciosa. La mejor crema para el cutis es la presencia de la abuela. Y todo ese milagro surge por comparación. Sólo por esto, los abuelos debiéramos ser reverenciados, respetados y adorados como lo son las vacas en la India.
Y termino por poner de relieve que “nunca es tarde si la dicha es buena” porque, en mi opinión, la soledad de la vejez significa libertad. Ya no hay entorno social, padres, marido ni hijos a quien culpar de nuestra falta de ilusiones. Es el momento de asumir lo que vamos a hacer con lo que nos queda por gastar: es la ocasión de atravesar esa puerta que nos ofrece multitud de posibilidades de realización personal porque se nos brinda la ocasión de disfrutar de ese precioso don que recibimos al nacer: nuestro libre albedrío.
Texto e imágenes realizados por Franziska
Alcalá de Henares, 22 de julio de 2009