En mi pueblo los días
transcurrían con la monotonía propia de un lugar pequeño. Situado en las
estribaciones de una montaña solo eran evidentes los días de niebla y los de
sol, el calor y el frío. Que ni siquiera eran tema habitual de conversación
entre los vecinos porque allí el clima se medía por: parece que vamos a tener
buen año para la cosecha de alubias o no se va a dar bien la escanda.
Estaba anocheciendo y me fui con
un cestillo a buscar arándanos. Los había encontrado antes y con más facilidad
de lo que esperaba. De pronto, todos mis sentidos se alertaron pues llegaba
hasta mis oídos un roce de pisadas cautelosas que provenía de un lugar muy
cercano a mí y sin embargo, no veía a nadie. Me asusté ante la idea de que se
pudiera tratar de algún animal salvaje que fuera a atacarme. El miedo me
paralizó e intenté descubrir el sitio exacto en el iba a surgir lo que producía
aquel leve sonido. Acababa de cumplir doce años y aunque me había advertido mi
madre que nunca rebasara los límites del viejo molino cuando no fuera
acompañada por personas mayores, aquel día había olvidado su advertencia entusiasmada
con lo bien que se me estaba dando la recolección, y por una ladera, me había
introducido monte arriba.
Apareció de pronto, estaba a
escasos metros, descalzo, tenía una larga melena y una espesa barba negrísima
que casi le llegaba a la cintura. Dijo con voz extraña y ronca que no me
asustara. Es cierto que ver su rostro me tranquilizó, sin embargo, todavía era
incapaz de articular la menor palabra.
Soy Tomás el del molinón. Tú no me conoces pero yo soy compañero de tu
padre. Llevo horas esperando que aparecieras. Él tiene fiebre y necesitamos limones y las
yerbas que conoce tu abuela para curarle. No te asustes, sanará. Díselo a tu madre pero no se lo cuentes a
nadie más. Me quedaré por aquí cerca, esperando.
Así fue como descubrí el secreto
mejor guardado por mi madre que nunca había querido contarme que mi padre se
había echado al monte para salvar su vida.
A partir de aquel momento, quedó atrás mi vida de niña. Siempre sola y con mi bicicleta en la que
portaba un cestillo, me convertí en un enlace del que nadie llegó a sospechar.
Mi padre contrajo una enfermedad que acabó con su vida. Lo enterramos en una cima:
lo más cerca del cielo que nos fue posible. Sobre una peña cercana, pintamos
una cruz. Aquel era el lugar donde podíamos ir a estar con él. Según supe años más tarde, sus cuatro
compañeros, a través de pasos de montaña, consiguieron llegar a Francia.
Texto e imágenes realizadas por Franziska