Sara se levantó desperezándose lentamente como
era en ella habitual. Aún medio dormida,
se dirigió a la cocina a prepararse una taza de café y al entrar en ella la
encontró excesivamente desordenada.
Había caído sobre ella una cruz de soledad y silencio que, a duras penas, soportaba ya con entereza y dignidad. No podía recordar cuándo había empezado a hablar a solas, como si alguien pudiera escucharla.
Se tomó el café. Recogió la cocina con la misma atención y esmero que si estuviera esperando una visita importante. Cuando acabó se sintió complacida y echó una ojeada escrutadora a todos los enseres de la cocina y se dijo que, en cuanto dispusiese del dinero de la venta de las cabras iba a emplearlo en modernizarla.
Sara era hija única, apenas si le quedaba algún pariente lejano y sus padres hacía años que habían perecido en un accidente de carretera. Acababa de cumplir cuarenta y dos años y no es que se sintiera como si fuera una anciana pero aquellos años floridos habían quedado atrás, además, la dureza de la vida en el campo no contribuía a prolongar la juventud.
Su soledad era un hecho y su vida en la ciudad o
en el campo no habría modificado este hecho.
Pero ¿Cuánto tiempo podría soportar esta situación sin volverse
loca? A veces, se sentía preocupada por
la costumbre, cada vez más reiterada, de hablar entre dientes. Echó una ojeada
al reloj de la cocina y pensó que aún le quedaba una hora para sacar del redil
a las ovejas y cabras y sin pensarlo demasiado escribió estos versos:
Querido Juan
Comprendo que te asustaras
de una vida tan pura,
tan simple,
tan alejada de la vida ciudadana.
Entiendo que no hablaras
cuando temblando en tus ojos
vi asomar una lágrima.
Esbozando una sonrisa
dijiste que no importaba,
que reharías tu vida,
que no me dejabas nada
que te llevabas las manos
tan limpias y tan vacías
como siempre las tenías.
Que esperabas comprensión
para tu actitud y sentimientos
que habías sido sincero
y que nunca prometiste
permanecer en el pueblo.
Te has marchado
y tu presencia
no se ha ido de mi lado.
Me levanto recordando
las canciones que entonabas
y preparo el desayuno
como a ti te gustaba.
Luego me voy a la huerta
a quitar las malas hierbas
y cuido de los almendros
que tú plantaste
delante del portalón.
Las cabras llevo hasta el monte.
Cuando vence la tarde,
silenciosa las ordeño:
su dueño echan de menos.
Esto es, claro, lo que pienso.
El queso lo hago los jueves
- como tú me enseñaste –
La fórmula es magistral,
el sabor, insuperable.
Aquel ramo de espliego
que encontraste en el trigal,
aún perfuma la habitación
que no compartes conmigo
mas cuando abro la puerta,
creo sentir tu presencia
y hay veces que hasta te llamo.
Mi mente
es claro que comprende
y acepta razonamientos
pero mi pobre cuerpo
nada sabe de razones
siente ausencias,
pasa miedo,
nota vacíos, silencios
y se muere, poco a poco,
de desamor y de celos.
Estos versos sin firmar ni terminar quedaron dentro de un sobre en el que se podía leer la
dirección de Juan pero cuando la encontró Trinidad,
Trinidad, de su puño y letra, envió la siguiente
nota:
Siento comunicarle que hace días murió Sara
–creemos que a consecuencia de un infarto-
He visto este sobre dirigido a usted.
Estamos indagando y no hemos dado todavía con ningún familiar que pueda
hacerse cargo de la herencia: la casa, tierras y animales y he pensado que,
quizás, usted podría ayudarnos a dar con algún pariente pues urge que alguien
se ocupe del rebaño.
Trinidad
Sagrario Ramos
Reeditado con fecha, 20 de junio de 2021 el
cuento escrito por Franziska en Alcalá de Henares el día… D hace más de DIEZ
AÑOS.