
Todo sucedió justo cuanto estaba más decidida a quitarme la vida. Recuerdo que estuve sentada en la arena de la playa. Vestida. Sólo me había descalzado. Estuve llorando mucho tiempo o el tiempo del dolor se hace muy largo. La idea de avanzar mar adentro, para acabar con tanta desesperación, cada vez cobraba en mí una mayor intensidad. Nada más que un pensamiento ocupaba mi mente. ¡No te quiere voceaba el viento, no te quiere repetían las olas que llegaban a la orilla! Voces enredadas en una monotonía machacona e insistente me golpeaban sin piedad.
Alguien del grupo me grito:
--¡Vamos. Te estamos esperando…El autobús tiene que salir!
Mi tristeza era tan evidente que, sin que yo cayera en la cuenta, tenía a todo el mundo pendiente de mí. Seguramente fue este motivo el que impulsó a Urzanki, un compañero de la delegación de Bilbao, un hombre con edad casi de ser mi padre, a no dejarme sola.
Pero esto no sucedió hasta que no llegamos al restaurante de Lisboa a celebrar una comida colectiva de todas las delegaciones. Me dejaba llevar como el reo que se dirige al patíbulo, sin embargo, en la comida estuve con el señor Urzanki y sus jóvenes compañeros. Consiguieron hacerme reír con sus chistes de bilbaínos. Los conductores de la caravana de autobuses: eran ocho, se estuvieron haciendo fotografías conmigo y gastándole bromas al que guiaba el autobús en el que yo viajaba. Este patito feo, de pronto, se convirtió en cisne. ¡La reina de los conductores de autobús! ¡La niña mimada de la delegación de Bilbao!
Aunque él estaba sentado no muy lejos de mí, yo no parecía existir para él. Es significativo recordarlo porque ni una sola vez me dirigió la palabra. Su presencia para mí en aquellos momentos de la comida que, como todos estos ágapes, duró horas, era como si hubiera ido a parar al fondo de un saco. De pronto, era una niña feliz con la presencia de ese padre regalado y que hacía gala de un ingenio y simpatía extraordinarios. Hasta que no terminamos no se acercó él a saludarme. Me dejó sorprendida. Tratándose de él se podía contar siempre con lo más inesperado. Los servicios estaban abarrotados, el señor Urzanki me ofreció que pasara al baño de su habitación. Entonces intervino él.
-Mejor en la mía, está en la planta segunda. Ahora mismo la acompañamos todos.
Así fue como, escoltada por cinco caballeros, llegué delante de la 234 del Gran Hotel Lisboa. Los sentimientos de ternura me invadían al pensar que estaba utilizando su mismo jabón y la toalla con la que él se secaría después. También dediqué un tiempo a acariciar los objetos de la habitación. ¡Cuánto significaba para mí todo lo suyo! Entre desear la muerte y estar completamente reconciliada con la vida, habían transcurrido sólo seis horas. El simple detalle de que se preocupase por mí me colmaba, en esos momentos, de felicidad. Al salir me dijo que había estado en Estoril esa mañana y que había ido dos veces al hotel a preguntar por mí. Pero yo tenía que regresar. Tuvimos que decirnos adiós
Los compañeros de autobús éramos un grupo de jóvenes entre los que estábamos únicamente seis mujeres y el resto eran muchachos de diferentes delegaciones. Recuerdo que, aquel día, después de la cena, salimos todos a dar una vuelta. Nunca he vuelto a sentir más ganas de bailar y de ir de fiesta que sentí aquella noche. Ante mi sorpresa, los chicos bostezaban. Dijeron que se sentían cansados y, además, al día siguiente teníamos el viaje de retorno.
Me quedé sola sentada en el jardín delantero del hotel. Ni tenía sueño ni me apetecía encerrarme en la habitación. Las luces de las ventanas tardaron poco en irse apagando. Nada se movía en el entorno. Una gran farola iluminaba la zona en la que yo estaba. Silencio y quietud. Se oía el canto de las chicharras. Al principio me movía con pasos lentos y acompasados con una música que sólo yo escuchaba; después, empecé a moverme con más energía y recorrí toda la zona de gravilla que rodeaba un pequeño estanque. Estaba bailando con él a la luz de la luna. Fue increíble. Él me sonreía y me miraba a los ojos. El baile y mi idilio se vieron sorprendidos porque uno de mis compañeros estaba en la ventana y llamaba, a voces, a otro para que viniera a verme bailar. Salí corriendo y no paré hasta verme dentro de la habitación. No importaba. Nada podía romper mi felicidad de aquel momento.
Atrás había quedado mi rostro triste. Resplandecía como si acabaran de darme brillo con polvo de estrellas. Ahora no me cabe la menor duda, mi semblante era alegre y acogedor. Por eso la actitud de mis compañeros cambió a la mañana siguiente. En pocas horas mi estado de ánimo había pasado del negro al azul más luminoso. La esperanza –esa absurda compañera de mi vida- volvía a reinar en mi corazón.
Cuando mi amiga Sara me preguntó que había pasado tuve que responder que nada había cambiado. Nada de lo esperado había pasado, nada. Él viajaba en otro autobús. Se alojó en Lisboa. A mí me tocó ir a Estoril.

Alcalá de Henares, 17 de febrero de 2009
Texto e imágenes realidos por Franziska