
Había encontrado la solución con tanto afán buscada. Tengo que aceptar que, después de leer el informe, toda mi fortaleza moral se vino abajo. Pero, pasados unos días, opté por no rebelarme contra mi destino. En primer lugar, ni quería ni podía reintegrarme a mi puesto de trabajo. Acababa de cumplir 58 años. Estaba separado. No tenía pareja estable y a mi ex mujer ni siquiera me atreví a llamarla porque cualquier relación con ella terminaba, siempre, de la manera más agria. Regalé mi coche. Ni quería ni podía conducirlo. Le entregué a “Cáritas” todas mis ropas de invierno, incluidos los edredones.
Afortunadamente, mis hijos ya no necesitan de mí. María Dolores, la mayor que es doctora en filología francesa, vive en París donde trabaja e iba a casarse con un italiano. Juan, el pequeño, es ingeniero informático y lleva cinco años viviendo en Holanda.
Emprendí una vida de restaurantes de lujo y me trasladaba en taxi para ir a cualquier parte e hice algunos viajes que siempre había deseado y nunca me había podido permitir. Poco a poco, fui gastando la mayor parte del dinero que el banco me había dado a cuenta del valor de mi vivienda. Lo que sobrara, para que mis hijos lo disfrutaran. Todo estaba bajo control.
Esta historia comenzó a principios de año. Había empezado a sufrir dolores abdominales cada vez más fuertes y de mayor duración. En pocos días, el color de mi piel se tornó amarillento. Lo que ponía en evidencia que estaba sufriendo una ictericia. Los dolores, sin embargo, no sólo no pasaban sino que se iban haciendo cada vez más intensos. Me fue diagnostica la presencia de una masa tumoral de cerca de 8 centímetros en el páncreas. Este tipo de cáncer es uno de los más devastadores y, como me dijeron los médicos, actualmente incurable.
Iba desmantelando mi casa, sin prisas, pues encontraba una extraña sensación de bienestar regalando todo aquello a lo que había estado más apegado, incluidos mis libros. Quienes me conocían empezaron a sospechar algo muy anormal en mi conducta. Creo que fue Arcadio, mi jefe del trabajo, el primero que se atrevió a pronunciar la palabra locura. Tampoco nadie comprendía por qué les decía:
--Quiero que tengas un recuerdo mío. Siempre me dijiste que te gustaba esta acuarela de Ibiza. ¡Tómala!
Llegué a contratar mi entierro y a dejar pagados mis funerales. Sin embargo, habían transcurrido los seis meses y aún seguía con vida a pesar de que mi tono vital era muy bajo y me sentía muy cansado. Volví al hospital para que me realizaran un control. ¡El tumor había desaparecido! No me he sentido más desconcertado en todos los días de mi vida. Creía que me estaba volviendo loco. No, no podía ser.
--Pero, vamos a ver, doctor. Aquí se me entregó un informe que decía que mis expectativas de vida eran de unos seis meses.
--Sí, eso es cierto porque, en ese momento, todo encajaba. Las pruebas lo confirmaron. Si algunas semanas más tarde se le hubiera practicado una biopsia, se habría descubierto que, en realidad, era una pancreatitis aguda. Cuando usted ingresó en nuestro hospital, arrastraba un número importante de pancreatitis recidivantes y lo extraño es que, en tales circunstancias, no hubiera fallecido.
--¡No es posible! ¡¡¡Tengo que morirme!!! ¿Lo entiende? ¡¡Haga lo que quiera pero mándeme al otro barrio!!
Esto era peor que el diagnóstico. ¡¡Y todo por ahorrar una biopsia!!!
Franziska
Alcalá de Henares, 10 de marzo de 2009